“Apostaría cualquier cosa a que ni siquiera sabes el sabor que tiene una lágrima” Oriana Fallaci
Hoy día fue uno de esos días realmente malos, esos que dan ganas de borrar absurdamente del calendario. Estaba ahí llena de tristeza y frustración, sintiendo que sólo quería salir corriendo y llorar, llorar hasta que se te acaba el aire, llorar hasta que los gritos se ahogan porque el sonido apenas sale de tu cuerpo, porque la voz se transforma en un sonido rasposo que sale por tu garganta. Pero me mantuve incólume, quieta, tratando de contener la respiración, como si eso lograra que surjan brazos imaginarios que me contienen, que no me dejan moverme, que me recuerdan que debo mantener el control. Comienzo a repetir en mi cabeza, como quien pone esa canción que se sabe de memoria, desde el primer acorde conoce su entrada, “Tranquila, respira, respira”…. Y siento que me ahogo y lo digo con más fuerza, casi con enojo “respira, cálmate, tú puedes, ya has pasado por esto”. Lo peor de todo es que es verdad, ya he pasado por ese mismo lugar, muchas veces antes.
Y mientras más respiro y mantengo la expresión de mi cara fija, más comienza a dolerme el pecho, como si una pequeña apertura estuviese abriéndose y tira de mi piel y de mis músculos, y sigue doliendo, me sigo esforzando, sigo allí tratando de contenerlo, de decirme a mí misma que yo puedo manejarlo. Y en el intertanto mi mirada se comienza a sentir confusa, como que perdiera el foco, como si de pronto me saliera de escena, porque parece que vuelvo a cientos de lugares donde me he sentido igual. El dolor va expandiéndose lento como un veneno en la sangre, silencioso pero efectivo. Mi cuerpo comienza a recogerse y de pronto pareciera que soy más pequeña y que mis hombros naturalmente apuntan hacia abajo, como si llevasen demasiado peso, luego de a poco como una inyección haciéndose efecto, comienzo a sentir más y más dolor en los brazos, en la espalda, en el cuello, en mi cabeza que arde como un cerillo encendido. “Una crisis”, es lo primero que me digo y trato de respirar más profundo, pese a que siento el pecho apretado como un puño Comienzo a buscar mis remedios, un poco frenética a estas alturas, porque incluso el control corporal siento que lo manejo menos, dónde están mis analgésicos de liberación rápida, dónde está el calmante, de pronto la emergencia se externaliza.
Cuando me diagnosticaron fibromialgia una de las cosas que busqué con más ahínco en ese momento fue el “por qué”, cómo había sucedido, por qué me estaba pasando a mí. Hoy dos años después de eso, luego de extensas terapias y horas de autoanálisis me doy cuenta que ese dolor que amurallé, que yo pensaba que dispersaba dentro de mí, no hizo más que crecer como un tumor maligno y en metástasis. Que el dolor agudo en el centro de mi pecho no respondía a problemas cardiacos, que la impotencia del dolor no se lleva sólo emocionalmente, sino que al guardarse se transforman en heridas que llevamos a diario con nosotros y que, cual gangrena, llega a un punto en donde puede invalidar nuestra vida.
Ahora no me es más fácil llorar, porque llevo mucho tiempo entrenándome para no hacerlo, para que nadie me viera, para no sentirme juzgada. Pero quiero intentar dejar que suceda. De darme el espacio de sentir sin justificaciones que puedo llorar sin pedir perdón por “la escena”, de sacar de mí lo que siento. Porque por primera vez en mucho tiempo me hice consciente de que las penas si pueden hacer que te duela el corazón y no sólo eso, también todo el resto del cuerpo, porque querámoslo o no, somos esa forma indivisible de sentir, nuestra emoción y nuestro cuerpo, que porfiadamente hemos querido separar suponiendo que con sólo una de las partes podríamos controlar la otra.
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